viernes, 10 de diciembre de 2010

El Vertigo

Author: Gaspar Nunez de Arce


Guarneciendo de una ría
La entrada incierta y angosta,
Sobre un peñón de la costa
Que bate el mar noche y día,
Se alza gigante y sombría
Ancha torre secular
Que un rey mandó edificar
A manera de atalaya,
Para defender la playa
Contra los riesgos del mar.

Cuando viento borrascoso
Sus almenas no conmueve,
No turba el rumor más leve
La majestad del coloso.
Queda en profundo reposo
 Largas horas sumergido,
Y sólo se escucha el ruido
Con que los aires azota
Alguna blanca gaviota
Que tiene en la peña el nido.
Mas, cuando en recia batalla
El mar rebramando choca
Contra la empinada roca
Que allí le sirve de valla;
Cuando en la enhiesta muralla .
Ruge el huracán violento.
Entonces, firme en su asiento,
El castillo desafía
La salvaje sinfonía
De las olas y del viento.
Dio magnánimo el monarca
En feudo a Juan de Tabares
Las seis villas y lugares
De aquella agreste comarca.
Cuanto con la vista abarca
Desde el alto parapeto,
A su yugo está sujeto,
Y en los reinos de Castilla
No hay señor de horca y cuchilla
Que no le tenga respeto.
Para acrecentar sus bríos
Contra los piratas moros.
Colmóle el rey de tesoros,
Mercedes y señoríos.
Mas cediendo a sus impíos
Pensamientos de Luzbel,
Desordenado y cruel
Roba, asuela, incendia y mata,
Y es más bárbaro pirata
Que los vencidos por él.
Pasma, al mirar su serena
Faz y su blondo cabello,
Que encubra rostro tan bello
Los instintos de una hiena.
Cuando en el monte resuena
Su bronca trompa de caza,
Con mudo terror abraza
La madre al niño inocente,
Y huye medrosa la gente
Del turbión que la amenaza.
Desde su escarpada roca
Baja al indefenso llano
Con el acero en la mano
Y la blasfemia en la boca.
Excita con rabia loca
El ardor de su mesnada,
Y no cesa la algarada
Con que a los pueblos castiga,
Sino cuando se fatiga,
Más que su brazo, su espada.
De condición dura y torva
No acierta a vivir en paz,
como incendio voraz
Destruye cuanto le estorba.
Todo a su paso se encorva.
La súplica le exaspera,
Goza en la matanza fiera,
con el botín del robo
Vuelve, como hambriento lobo,
A su infame madriguera.
De cuyos espesos muros.
En las noches sosegadas,
Surgen torpes carcajadas,
Maldiciones y conjuros.
Con los cantares impuros
Del señor y sus bandidos.
Salen también confundidos.
De los hondos calabozos.
Desgarradores sollozos
Y penetrantes quejidos.
Una noche, una de aquellas
Noches que alegran la vida,
En que el corazón olvida
Sus dudas y sus querellas,
En que lucen las estrellas
Cual lámparas de un altar,
Y en que, convidando a orar.
La luna, como hostia santa,
Lentamente se levanta
Sobre las olas del mar;
Don Juan, dócil al consejo
Que en el mal le precipita,
Como el hombre que medita
Un crimen, está perplejo.
Bajo el ceñudo entrecejo
Rayos sus miradas son,
Y con sorda agitación
A largos pasos recorre
De la maldecida torre
El imponente salón.
Arde el tronco de una encina
En la enorme chimenea:
El tuero chisporrotea
Y el vasto hogar ilumina.
Sobre las manos reclina
Su ancha cabeza un lebrel,
En cuya lustrosa piel
Vivos destellos derrama
La roja y trémula llama
Que oscila delante de él.
El fuego con inseguros
Rayos el hogar alumbra;
Pero deja en la penumbra
Los más apartados muros.
Hacia los lejos oscuros
La luz sus alas despliega,
Y riñen muda refriega
En el fondo húmedo y triste.
La sombra que se resiste
Y la claridad que llega.
Hosco Don Juan y arrastrado
Por su incorregible instinto,
Cruza el gótico recinto
Convulso y acelerado.
¿Qué maldad o qué cuidado
Embarga su entendimiento?
Dijérase que el tormento
De su corazón, si fuera
El alma de aquella fiera
Capaz de remordimiento.
El odio que le avasalla,
Arrebatado y sombrío,
Tiene el ímpetu del río
Pronto a quebrantar su valla.
Ni se apacigua ni estalla
La cólera que en él late,
Y con mil ansias combate
Como corcel impaciente
Que a un tiempo el castigo siente
Del freno y del acicate.
En tan solemne momento
Lucha Tabares a solas
Con las encontradas olas
De su propio pensamiento.
¿Qué busca? ¿Cuál es su intento?
¿Triunfará Dios o Satán?
Nunca los hombres sabrán
Por qué el cerebro humano,
Como en el hondo Océano,
Las olas vienen y van.
En vano a vencerse prueba,
Y con fuerza prodigiosa
Vuelve la pesada losa
Que abre paso a oculta cueva.
Del repleto hogar se lleva
Un grueso leño encendido,
Y arrójase enfurecido
Por aquella negra entrada,
Lanzando una carcajada
Doliente como un gemido.
Alza el lebrel que dormita
La noble cabeza, el sueño
Sacude, y en pos del dueño
Gruñendo se precipita.
Don Juan, con ira inaudita,
Marcha como un torbellino,
Y va saltando sin tino
Uno tras otro escalón,
Entre el humo del tizón
Con que alumbra su camino.
Al fondo del antro baja,
Y con sus puños de hierro,
De un triste y lóbrego encierro
El postigo desencaja.
Yace postrado en la paja
Un ser miserable y ruin,
Que recelando su fin
Azorado se incorpora,
Y con voz conmovedora,
Grita: -¿Qué quieres, Caín?
Don Juan, insensible y duro,
La vista en torno pasea,
Y fija la humosa tea
En una grieta del muro.
-Luis -le responde- te juro
Que te engaña el corazón,
Pues no tengo la intención
De arrebatarte la vida
Como a una fiera cogida
En la trampa y a traición.

-¿Qué pretendes, pues? -exclama
Don Luis, tendiendo los brazos
-¿Quieres anudar los lazos
A que la sangre nos llama?
Si la pasión que te inflama
En amor se convirtió,
No te detengas, que yo
Con alma y vida te espero.
Y rechazándole fiero,
Su hermano contesta: -¡No!
Ya es razón que esto concluya
-Añade, falto de calma. -
-¿Por qué Dios me ha dado un alma
Tan distinta a la tuya?
Pues no hay fuerza que destruya
El odio mortal que abrigo,
¿A que, di, cuando te hostigo,
Con tu cariño me hieres?
Aborréceme, si quieres
Ser generoso conmigo!
Luego, con gesto feroz,
Prosigue quedo, muy quedo,
Como si tuviera miedo
De escuchar su propia voz:
-¡Si supieras cuan atroz
Es la inquietud con que lidio!
Yo prefiero el fratricidio
Al afán que me tortura,
Porque es tal mi desventura
Que hasta tus penas envidio.
Te detesto, y busco en vano
Un motivo a mis rigores.
Yo, grande entre los mayores,
Con tu perdición ¿qué gano?
Y Don Luis replica: -Hermano,
Todo tiene sus azares.
No conmigo te compares, Que resultarás pequeño.
Yo tus grandezas desdeño
Y tú envidias mis pesares.
Es cierto. ¡Suerte menguada!-
Dice Don Juan impaciente,
Golpeándose la frente
Con mano dura y crispada.
La bondad, jamás cansada,
De Don Luis le desespera,
Y la pasión que le altera
Desborda en el calabozo
Con un ¡ay! mitad sollozo.
Mitad rugido de fiera.
¡Ah! no es extraño que gima
De su angustia en el exceso,
Como el Titán bajo el peso
Del mundo que lleva encima.
No es extraño que le oprima
Su rencor vivo y profundo,
Ni que se agite iracundo
Con más Ímpetu quizás,
Porque a veces pesa más
Un pensamiento que un mundo.
De su voluntad no es dueño.
Como el alma pecadora
A quien asalta a deshora
Su culpa en forma de sueño.
Intenta con loco empeño
Vencer su ansiedad sombría,
Y exclama con voz tan fría
Cual la punta de una daga:
-¡Esta sed sólo se apaga
Con tu sangre o con la mía!
Que el sol naciente me vea
Libre de tan grave peso-
levantándose el preso,
Dice resignado:
-¡Sea! Don Juan recoge la tea,
echa a andar, perdiendo el tino.
Porque el fulgor mortecino
Que el seco leño despide,
Tan sólo a trechos divide
Las tinieblas del camino.
El uno del otro en pos
Van, con paso mal seguro,
Por el subterráneo oscuro,
Abandonados de Dios.
El lebrel entre los dos
Sobresaltado camina,
Y por la lóbrega mina
Llegan al viejo portillo,
Que a un lado tiene el castillo
Del peñón en que domina.
El soldado que la puerta
Por fuera guarda y defiende,
Absorto el paso suspende
Viéndola de pronto abierta.
Lejanas voces de alerta
Turban la noche callada,
Y con frase entrecortada
Por el ardor que le agita,
Don Juan, avanzando, grita:
- ¡En, malsín! Dame tu espada.


Resistir quiere el soldado,
Y el monstruo entonces golpea
Con la resinosa tea
La faz del desventurado.
Por el dolor trastornado,
Cae el centinela inerte.
-Toma para defenderte
De ese menguado el acero
-Prorrumpe Don Juan-, pues quiero
Morir o darte la muerte.
Airado al ver tal acción,
Responde Don Luis: -Le tomo
Para clavarle hasta el pomo
En tu infame corazón.
Por tan bárbara traición
Te matara una y cien veces.
-¡Gracias a Dios que apareces
Tal como yo te quería!
-Clama con sorda alegría
Su hermano. -¡Ya me aborreces!
El frío intenso y tenaz
Calma pronto la zozobra
De Don Luis que al fin recobra
Su única dicha, la paz.
Y en él despierta vivaz
El recuerdo santo y tierno
De aquellas noches de invierno
En que, al amparo de Dios,
Juntos oraban los dos
En el regazo materno.
Y compara aquellos años
De inocencia y bienandanza,
Tan henchidos de esperanza
Como desnudos de engaños,
Con los martirios y daños
Que ha sufrido entre cerrojos:
Y ante los duros enojos
De aquél a quien tanto quiso,
Siente llegar de improviso
Las lágrimas a sus ojos.
Don Juan, que ya no refrena
Sus iras, marcha adelante.
Revelando en su semblante
La pasión que le enajena.
Yace la noche serena
En vago adormecimiento;
La luna en el firmamento
Sin celajes resplandece.
Y hay tal calma, que parece
Como aletargado el viento.
Cuando a desatarse empieza
La tempestad en el alma,
¡Qué insoportable es tu calma,
Oh madre Naturaleza!
Nunca a la humana tristeza
Das el ansiado consuelo,
Y en los momentos de duelo
Nuestra pena es más aguda
Bajo la impasible y muda
Indiferencia del cielo.
Atravesando un pinar
Llegan, tras breve jornada,
A una planicie situada
Entre las cumbres y el mar.
Nada parece turbar
La paz del estéril llano:
Sólo del ronco Océano,
Que con los peñascos lucha,
El sordo rumor se escucha
Como un gemido lejano.
Todo en el alma despierta
Un vago afán misterioso:
El infinito reposo
De la llanura desierta;
La luz sin color y muerta,
Que inunda el diáfano ambiente;
Los ecos del mar rugiente,
Y el ladrido prolongado
Con que el lebrel erizado
La catástrofe presiente.
Hay en la vasta llanura
Un tronco seco y sin ramas,
Despojado por las llamas
De su pompa y su hermosura.
De la escarcha la blancura
Le da un tinte funerario.
Pues se eleva solitario,
Ennegrecido y escueto.
Como gigante esqueleto
Bajo su roto sudario.
XL
Don Juan, que la marcha guía.
Detiénese allí, desnuda
Su espada, y con voz sañuda
Clama: -¡Tu vida o la mía!
En actitud grave y fría
Ante él su hermano se para,
Y mirando cara a cara
A su opresor: -¿Eso esperas?
-Le dice-. ¡Qué más quisieras
Sino que yo te matara!
Hiere, si intentas herir;
El golpe aguardo sereno,
Que yo, en cambio, te condeno
Al tormento de vivir.
¿Adonde podrás huir
Que no te alcance el castigo?
Te darán, en vano, abrigo
Otros climas y otras playas.
Pues dondequiera que vayas
Irá tu crimen contigo.
-¡Mi crimen! -ruge Don Juan-.
¡Por Cristo, que es brava idea!
en sus ojos centelle?
La cólera de Satán.
Cuando suelto el huracán
Rompe, arrolla y desbarata,
Sólo algún alma insensata,
En momento tan aciago,
Culpa al viento del estrago,
no a Dios que le desata.
-Desde el día en que nací-
Añade airado y convulso-
Obedezco a extraño impulso,
Y no soy dueño de mi.
Lucha, pues armas te di
Para ganar la partida,
Que si en la lid fratricida
No opones el hierro al hierro.
Juro a Dios que como a un perro
Voy a arrancarte la vida.
-¡Hazlo! -contesta su hermano-,
A tus instintos me entrego,
Pues no detendrá mi ruego
Los ímpetus de tu mano.
Mi muerte será ¡oh tirano!
Tu expiación más tremenda;
Y rompo la espada en prenda
De que no quiero cobarde,
Ni piedad que me resguarde,
Ni acero que me defienda.
Dice, y quebrando después
La bruñida y sutil hoja
En dos pedazos, la arroja
De su verdugo a los pies.
Avanza tranquilo, y es
Su porte grave y austero.
-Guarde cada cual su fuero-
Exclama- y ya que es tu sino,
Mata como un asesino,
Mas no como un caballero.
Don Juan vacila un instante:
Con su conciencia batalla;
Pero al fin la envidia estalla
Más soberbia y más pujante. -
¡Imbécil! recojo el guante,
Grita con áspero tono;
Y arrastrado por su encono,
Contra el desdichado cierra,
Que cae exánime en tierra
Exclamando: -¡Te perdono!
¿Cómo expresar el horror
De aquella escena de muerte?
La víctima yace inerte
A los pies del matador.
Con su pálido fulgor
La luna alumbra al caído;
El lebrel, enardecido,
La hirviente sangre olfatea,
se revuelve, y rastrea,
rompe en lúgubre aullido.
Don Juan se detiene adusto;
El asombro en él se pinta,
la espada en sangre tinta
Cae de su puño robusto.
Los ojos vuelve con susto,
Horror se inspira a sí mismo,
cercano al paroxismo
Se retuerce y desespera,
Como si rodando fuera
Hacia el fondo de un abismo.
Tierra, mar y firmamento,
Cuanto huella y cuanto mira,
Todo en torno suyo gira
Con rápido movimiento.
Llénase su pensamiento
De mortal incertidumbre,
Y la inmensa muchedumbre
De visiones que le asalta,
Ondula, bulle, resalta
Entre círculos de lumbre.
Su razón se turba, un velo
De sangre anubla sus ojos,
Y cubren vapores rojos
El mar, la tierra y el cielo.
Con acongojado anhelo
Lanza un grito de agonía,
Y huye como res bravía
Cuando de pronto a su oído
Llega el ardiente latido
De la furiosa jauría.
Corre, corre, y corre en vano
Porque cuanto más avanza
Más cerca a mirar alcanza
El cadáver de su hermano.
No encuentra término al llano,
Y ve con ansia cruel
Los ojos del nuevo Abel
De eterna sombra cubiertos.
Siempre fijos, siempre abiertos,
Siempre clavados en él.
Nunca el torpe matador
De su víctima se aleja,
Y el miedo ver no le deja
Que va de ella en derredor.
Al fin recoge el traidor
De sus maldades el fruto:
Que a veces Dios, en tributo
A su justicia ofendida.
Todo el dolor de una vida
Reconcentra en un minuto.
Su ronda desesperada
Sigue con bronco resuello,
Puesto de punta el cabello
Atónita la mirada.
En su fuga acelerada
Apenas el suelo toca,
Cuanto más en su loca
Carrera el triste se ofusca,
Más le estrecha, más le busca,
Más el muerto le provoca.
Precipítase sin tino,
Y aumentado sus terrores,
Los espectros vengadores
Le acosan en el camino.
Gira como un remolino
Sin detenerse jamás,
Y va ciego, y cuanto más
Huye, ve más espantado
El cadáver siempre al lado
Y el lebrel siempre detrás.
Nada su pavor mitiga,
Y su marcha abrumadora
Se prolonga hora tras hora
Sin ceder a la fatiga.
Su propio crimen le hostiga
Con creciente frenesí,
Hasta que fuera de sí,
Crispado, lívido, yerto,
Se desploma junto al muerto
Gritando: -¡Infeliz de mí!
Cuando su manto repliega
La triste noche sombría.
Tres muertos alumbra el día
En la solitaria vega:
Don Luis, que en sangre se anega
yace en tranquilo sueño,
Don Juan, cuyo torvo ceño
Muestra su angustia final,
el lebrel, noble y leal,
Tendido a los pies del dueño.
¡Conciencia, nunca dormida,
Mudo y pertinaz testigo
Que no dejas sin castigo
Ningún crimen en la vida!
La ley calla, el mundo olvida;
Mas ¿quién sacude tu yugo?
Al Sumo Hacedor le plugo
Que a solas con el pecado,
Fueses tú para el culpado Delator,
juez y verdugo.


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